“[… ]En días mejores, he usado los viajes para tareas más
útiles. Cuando estuve muy metido en la escritura de libros, la soledad y la
cadencia de los viajes en moto me llevaban a las páginas recién escritas y
las transformaban en nuevos párrafos, que se formaban en mi cabeza como nubes o
rompecabezas, párrafos casi siempre excelentes, líricos y musculosos al mismo
tiempo, párrafos que reflejaban tan bien el espíritu de un capítulo o un
fragmento que sentía que ya había descifrado el código del libro, de que el
libro y yo nos habíamos convertido en el mismo ser y que a partir de entonces
las páginas fluirían sin obstáculos hasta el final. Cuando me bajaba de la moto, sin
embargo, aquellos párrafos de espuma se desvanecían en el aire, como si nunca
hubieran existido o como si los hubiera soñado. Lo peor no era eso: las dos o
tres veces que paré al costado de un semáforo para anotar mis brillantes
pensamientos o para dictarle a mi grabador el producto de mis largos
soliloquios motorizados, el contenido de esas notas era inevitablemente
pedestre e inservible, apenas un pálido desteñido de las vigorosas imágenes de
cinco minutos antes. Con los años, sin embargo, me he acostumbrado a convivir
con la resignación de que aquel escritor seguro y encantador que soy arriba de
la Vespa, desaparece o se intimida cuando le toca exponerse en la página o la
pantalla. Este mismo artículo, cuyos primeros borradores imaginé zumbando de acá para allá, serpenteando entre taxis o invadiendo bicisendas, era mucho mejor en mi monólogo interior motociclista que esta versión tartamudeada y autoconsciente que mandé a los editores de Orsai[…] "
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