Como muchos porteños, cuando la
realidad laboral se espesa más de lo que quisiera, fantaseo con llevar una vida
más tranquila en alguna ciudad del interior. Un lugar de ritmos más lentos, donde
pueda hacer todo lo que la vertiginosa Buenos Aires presuntamente me impide.
Con los años, el
ránking de los escenarios de esa escapada improbable ha ido variando. Mar del
Plata, Rosario, Madryn alguna vez tuvieron sus votos interiores. Pero
últimamente mis preferencias las tiene Paraná, la capital de Entre Ríos (y
alguna vez la capital de todo el país).
La conocí hace casi una década de
la mano de Alicia Pirola que me llevó para dar un taller de redacción para
empleados de Enarsa, la compañía provincial de electricidad. El taller ocupó los
cuatro viernes de un mes y como el avión me dejaba temprano y el taller
empezaba tarde, aprovechaba para caminarla un poco.
El espíritu amistoso de su gente; el increíble parque Urquiza, que siempre me pareció un especie de mini Central Park en pendiente y con costanera; el pescado asado, los árboles y las casas de las familias encumbradas de la Alameda de la Federación, todo me fue cautivando en pequeñas progresiones. Desde aquellos viernes, me prometí volver de vacaciones, algo que recién pude hacer hace unos diez años después, gracias a los recientes feriados de carnaval.
El espíritu amistoso de su gente; el increíble parque Urquiza, que siempre me pareció un especie de mini Central Park en pendiente y con costanera; el pescado asado, los árboles y las casas de las familias encumbradas de la Alameda de la Federación, todo me fue cautivando en pequeñas progresiones. Desde aquellos viernes, me prometí volver de vacaciones, algo que recién pude hacer hace unos diez años después, gracias a los recientes feriados de carnaval.
Entre los muchos descubrimientos
que agregué esta vuelta -el teatro 3 de Febrero por dentro, la escuela del Centenario, el librero del Templo del Libro y sus anécdotas de Juanele Ortiz, el edificio brutalista de la facultad de Ciencias de la Educación, (por algunos de ellos debo dar créditos a la guía experta de Fernando Ponce con quien anduvimos de recorrida un sábado a la mañana) hay uno que atesoro especialmente: su biblioteca
popular.
El espacio de los sueños
Fundada por Sarmiento en 1874 y recién ejecutada ediliciamente para 1910 para mejorar la presentación de la ciudad en los festejos del Centenario, la biblioteca tiene la belleza de las mejores construcciones de principios del siglo XX y una gestión que se adivina contemporánea y abierta a la comunidad.
Entre sus muchos encantos, hay para elegir entre su sala de lectura de pisos, sillas y bibliotecas de madera; sus elegantes atriles verdes donde los libros no resbalan o su mesa con recientes (y buenas) novedades para sentarse rápido a leer (un asunto que ocupa a mi mujer, como se aprecia en una de las fotos de abajo). Sería justo sumar a la enumeración el magnífico auditorio en el primer piso, y eventos insólitos y geniales como éste.
En definitiva, todos ellos conforman un espacio histórico -de hecho el edificio forma parte del patrimonio nacional- que parece haber encontrado la manera de evitar ciertas acciones que oxidan algunos lugares ilustres. La biblioteca se usa y todos los paranaenses que me crucé testimoniaron el afecto que le tienen.
Pero por sobre sus atributos y el efecto que pueda ejercer en otros, creo que mi enganche con la biblioteca es más personal. Sentado en sus atriles verdes, pude por un rato materializar una escenita alejada de mi realidad cotidiana: la de pasar un sábado a la mañana en un lugar así, simplemente leyendo algo que me guste, sin preocupaciones. Una sensación placentera que se va disolviendo conforme pasan los días, y que como buen porteño al final de sus vacaciones, me prometo inútilmente tratar de recrear en la ciudad donde vio todo el año.